Por Klenya Morales de Bárcenas
Aquella noche llegué a casa tardísimo. ¡Gran vaina! Me pasa muy a menudo. El apartamento estaba tal y como lo había dejado en la mañana. No había nada de comer en la nevera. La ropa sucia se apilaba por todos lados. Había llegado a un punto en el que era más viable comprar una camisa nueva que planchar las viejas. Aún no entiendo qué es lo que lo hace a uno seguir adelante, tener entusiasmo y cumplir con lo que sea que uno tiene que hacer. Me preguntaba dónde estaría esa llamita que nos arrastra por el mundo. Juro que si no fuera por la parte ésa del sistema nervioso que hace que las funciones vitales para los seres humanos no sean voluntarias, hace rato me habría muerto. Los días o eran iguales o traían molestas variantes, como quedarte sin gasolina en un paso elevado, rayar tu carro con un objeto fijo o darte cuenta que dejaste la tarjeta de crédito en la caja de la farmacia.
Avancé por el pasillo que lleva a mi cuarto tan a prisa como el desorden me lo permitía, desabotonándome la camisa y revolviéndome el cabello. Arrojé mi bolso de mano a la cama deshecha, hastiada de todo, como siempre y con cero fuerzas ni para encender el televisor. Eso implicaría esfuerzo extra pues tendría que encontrar el control remoto. Sólo un animal encendería el televisor directamente con el botón que está bajo la pantalla. Y fue allí cuando escuché un gritito agudo, que me hizo doler la base del cerebro. Pensé lo peor: “Me han invadido las ratas. Estoy tocando el fondo de la desidia.”
Primero pensé en darle fin a su vida con una de mis plataformas de estampado de serpiente. Lo pensé mejor, luego de que recordé lo que me habían costado. Luego me decidí por mi inmenso cepillo de hacerme blower. Me pareció el arma perfecta. Llena de asco y autocompasión me acerqué a mi colchón de 500 dólares. Siempre he pensado que si voy a pasar tanto tiempo en la cama, al menos debe ser una cama digna. Sabía que nadie más iba a ir a matar al supuesto roedor por mí. Hay cosas que una tiene que hacer por sí misma.
Tardé un rato en desocupar el desorden con mi mano izquierda. Medias de nylon, revistas, los cuatro vestidos que ya no me quedan pero que no me decido a sacar del closet, con la vana esperanza de que algún día mi cuerpo vuelva a entrar en la talla seis. Unos cuatro collares que aunque me entusiasmaron muchísimo en el almacén, no he podido usar con nada de lo que me pongo. Al final lo vi en redado en un enredijo de perlas y turquesas falsas. Él me miró confundido ladeando lo que podría llamarse cabeza hacia su izquierda. Yo lancé un grito desproporcionado. Debí haber gritado más alto. No sabía lo que se me venía encima. De haberlo sabido, hubiera suplicado que fuera una rata. No estoy bromeando.
No voy a describirlo, pues realmente no hay mucho que decir. Hay que verlo para entenderlo. Es un ente pequeño, hecho de lo que parece energía y luz. Es como una ameba con grandes ojazos metidos en un gel brillante y transparente. Pero bueno, ya dije que no voy a describirlo pues sería una pérdida de tiempo. Esta cosa era más una idea que un ser y yo estaba allí, paralizada en el marco de la puerta armada con mi cepillo redondo, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirarlo. Concluyo que es un él, porque, eso es lo que él quiere que yo piense. Así es nuestro modo de comunicarnos desde ese día. Llamémoslo una idea persistente. Ahora entiendo que nadie más puede verlo, ni sentirlo, ni comunicarse con él, no porque no exista, sino porque es mío. Parece que lo echaron fuera del mundo de las ideas y el único equipo de neuronas humanas capaces de entender su frecuencia es el mío. Parece que todos tenemos uno como él, pero no a todos los deportan del gran todo pensante. Quiere que yo piense en él del modo más apropiado en el que los humanos podríamos entenderlo. En un micro segundo entendí que de ahora en adelante estaríamos juntos. De hecho, mientras tecleo estas líneas, el susodicho está pululando a mi derecha tratando de dirigir mis pensamientos. Obviamente no voy a dejarlo, porque si no, estaría siendo una mensajera.
Tiene un nombre. Omakt. No estoy segura de si se escribe o se pronuncia así, pero, debo asignarle algo si me interesa seguir hablando de él. Significa “Nada tiene sentido”, y entiendo que lo bauticé yo misma tan pronto lo vi.
Como les decía, nos comunicamos por telepatía, lo cual es sumamente confuso, pues a veces no sé si las ideas son mías o suyas. Omakt tiene acceso a los pensamientos que yo decido, no puede leer mi mente sobre nada que yo no quiera, lo cual es un alivio, pues yo tengo mi lado oscuro (¿quién no?), el cual no me interesa compartir con nadie, mucho menos con un cúmulo de energía con el que aún no termino de entenderme.
Luego de una extraña introducción, y el susto inicial entendí como que tenía mucha sed y le pedí que me siguiera hasta mi árida nevera, en la que podría faltar jamón y queso, pero jamás un buen vino. El agua estaba fuera de discusión pues parece que era incompatible con su composición energética.
Desenrosqué la tapadera de un frasco de mantequilla de maní y lo llené hasta el borde con un Rivera del Duero de profundo aroma a frutos del bosque y notas de nuez moscada. Omakt “flotó” hacia el líquido con cierta parsimonia hipnótica. A través de él podía ver lo que estaba del otro lado. Se inclinó sobre la tapadera amarilla y extendió un poco de su ser hacia el vino. Pude percibir su cambio de color, verlo dividirse en miles de pedazos y volverse a unir. Y por alguna razón de repente tuve la seguridad de saber que un cangrejo tiene 200 cromosomas. Así de fácil. Simplemente lo supe. Ese es el tipo de cosas que Omakt comenzaría a meter en mi mente cada vez que le daba de beber alguna sustancia con alcohol. Conocimiento básicamente inútil, a menos que estés sentado en el show ¿Quién quiere ser millonario?
Luego de pensarlo un rato, simplemente no me pareció justo tener que sufrir la presencia de Omakt sin sacar de ella ningún tipo de beneficio. Supe que no era saludable que hablara de él con nadie si no quería salir de mi casa metida en una apretada camisa de fuerza. Se estarán preguntando cuál es el problema de tener un amiguito imaginario a mi edad. Eso no le hace daño a nadie. Quizás esa fue una de mis primeras preguntas para Omakt. “¿Tienes algún tipo de manifestación en el mundo real que no sea la de parecer un delirium tremens portátil?” Mi pequeño amigo emitió un sonido como el que hizo cuando le tiré la cartera encima. Parecía estar muy molesto con mi pregunta. Se supone que yo debería estar muy contenta de haber sido elegida para poder experimentar su existencia. Le expliqué que es mi condición como ser humano querer sacarle provecho a mi miseria.
Pues bien, Omakt decidió que no me otorgaría ningún deseo ni algún superpoder ridículo que no se pudiera explicar por medio de las leyes de la naturaleza. Al menos no en ese momento. Hasta el día de hoy (llevo como un mes de conocerlo) solamente cuando sacia su sed me llena la mente de información inútil. Pero no pierdo las esperanzas de que tarde o temprano comience a concederme ciertos privilegios mentales, como borrar los recuerdos de la gente con quien meta la pata o recordar absolutamente todo lo que lea o escuche. Pero mientras no lo pueda probar, cuando me vean por allí, ni se les ocurra preguntarme por Omakt, porque negaré su existencia sin pensarlo dos veces.
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